Pienso que hay algo misterioso en la justicia. Algo que no siempre se dice, pero que se intuye: la justicia no nace de la razón, nace del dolor. No es una creación fría del intelecto. Surge primero como un temblor. Como una emoción contenida que de pronto busca forma, busca palabras, busca ley.
Uno no empieza pidiendo justicia con un código en la mano. Uno empieza sintiendo que algo no está bien. Que lo que ocurrió no debió haber pasado. Que algo se quebró —afuera o dentro de uno mismo— y que no puede seguir así.
Y entonces aparece eso que llamamos justicia, no como una respuesta, sino como una necesidad. Como una forma de volver a poner el mundo de pie, cuando ya no se sostiene.
Quizá por eso la justicia está tan profundamente ligada a las emociones. No se trata solo de rabia. Es más hondo. A veces es una tristeza que no se puede nombrar. O un vacío. O una sensación de desamparo. La injusticia tiene ese poder: nos deja solos ante algo que nos excede. Y la justicia, cuando se vuelve un anhelo, es el intento de volver a conectarnos con algo que nos devuelva sentido.
Hay personas que viven durante años con la sensación de que algo en su historia no está cerrado y vive en la conciencia. Es el padre ausente. Es la violencia no dicha. Es el abuso normalizado. Es la indiferencia de una institución, el abandono de un sistema. Y no importa cuántos años pasen: si no se nombra, si no se reconoce, el cuerpo lo guarda. Porque el cuerpo también tiene memoria. Y a veces, cuando esa memoria empieza a doler, la demanda de justicia aparece como forma de supervivencia.
Lo que impulsa a exigir justicia no siempre es el deseo de castigo. A veces es simplemente el deseo de que alguien vea lo que pasó. De que alguien lo nombre. De que no se quede flotando en la impunidad del silencio.
Por eso el lenguaje importa tanto. No por tecnicismo, sino por dignidad. Llamar a algo por su nombre —daño, acoso, discriminación, abandono— es el primer paso hacia la restitución. Mientras lo injusto no se nombra, se normaliza. Se repite. Se hereda. La justicia necesita de palabras que rompan el silencio.
Y hay algo más: muchas veces, esa exigencia nace cuando una persona empieza a cuidarse. Cuando, por fin, se permite sentir que eso que aguantó tanto tiempo no estaba bien. Que no tenía que tolerarlo. Que su dolor también importa. Que poner límites no es debilidad, sino acto de reconocimiento. Porque quien se cuida, también empieza a decir “esto no me lo merezco”, y desde ahí brota la dignidad.
Esa es la raíz del autocuidado como acto político. No es una práctica egoísta, ni una moda. Es el ejercicio de una ética primera: la de proteger lo que uno es, y desde ahí construir un mundo donde valga la pena habitar. El derecho, si quiere ser justo, no puede mirar con desdén ese punto de partida. Tiene que escucharlo. Tiene que volver al cuerpo y a la experiencia.
Porque el derecho que no entiende el sufrimiento, termina siendo técnica vacía. Y la justicia que no nace del reconocimiento del daño, se vuelve mecanismo sin alma.
En el fondo, lo que mueve la justicia es el deseo de orden, pero no cualquier orden. No el orden autoritario ni el que sólo acomoda las piezas en silencio. Es el deseo de un orden con sentido. De un mundo donde el daño tenga consecuencias, donde el dolor tenga voz, y donde lo perdido no quede del todo perdido si puede ser nombrado, reparado, llorado.
La compasión, en este sentido, no es debilidad: es estructura. Es esa capacidad de ver al otro como sujeto, no como obstáculo ni estadística. La justicia no puede ser solo una respuesta lógica; tiene que ser también una respuesta humana.
Y tal vez por eso, en muchas luchas colectivas, el punto de partida no fue una ley, sino una emoción. Mujeres hartas del abuso. Comunidades cansadas del olvido. Personas que, por fin, dijeron basta. Y en ese gesto individual, en esa rabia que no se apaga, empezó una transformación que tocó lo común.
Porque la justicia no empieza en los tribunales. Empieza en el cuerpo que tiembla. En la voz que se quiebra. En la conciencia que no tolera el absurdo. En el amor que se defiende.
Y sí, también en el dolor que busca sentido. Ahí comienza todo.
Polett Mendoza Rivero