Primero parece que hablar de Filosofía con mayúscula resulta petulante y alejado para muchas personas, culpa será de quién se dice filósofo, a mí de hecho me descalifican y me dicen “divulgador”, lo asumo como un cumplido.
Tal vez sólo es cuestión de enfoques, porque si entendiéramos la filosofía como un ejercicio no sólo cotidiano sino además necesario, podríamos notar que es más recurrente y mayoritario de lo que podríamos pensar.
Todo está en los parámetros de la definición de filosofía, yo en principio me quedo simplemente con la etimología: amor a la sabiduría.
Yo creo que los seres humanos amamos la sabiduría con mayor o menor intensidad; también depende mucho de las oportunidades para hacerlo, una persona que tiene que trabajar todos los días 10 horas difícilmente tendrá las ganas y condiciones para amar un pensamiento que puede elevarle, hacerle estallar el corazón o unirle al cosmos, e incluso, en ese tipo de prisión hay quien lo logra, recuerdo la hermosa escena de “Bailando en la oscuridad” (Lars von Trier, 2000) donde una trabajadora con debilidad visual realiza su pesado trabajo en una fábrica imaginándose en un musical, curiosamente la segunda parte de esa película, todo ese amor desaparece por culpa del “sistema de justicia”.
Si la filosofía es la actividad a través de la cuál afrontamos la vida con nuestros pensamientos moviendo nuestras emociones, hay mucha más filosofía de la que creemos.
Me atrevería a decir que hay muchas filosofías sobre muchas actividades que nos son trascendentes, como la justicia.
Las filosofías de la justicia son aquellos pensamientos ligados a la justicia, muchas veces no son nítidas ni si quiera para sus operadores.
La reforma judicial mexicana debió llevarnos a ese lugar donde convergen estas filosofías, descubrirlas, ponerlas a dialogar; de nuevo todo se llevó al plano de la organización y las formas, todavía queda pendiente ese ejercicio dialógico, nunca es tarde para escucharnos y muchos menos para pensar(nos) como colectivo.
Les advierto que no será sencillo porque las personas no han sido invitadas ni a pensar el tema ni mucho menos a opinar sobre el mismo, y me temo que lo que han escuchado de los llamados abogados les ha confundido el mejor de los casos, pero en el peor de los casos les ha llevado a pensar que la justicia -como administración- es un sistema donde gana el mejor postor, el mejor mentiroso, o el que tiene más contactos; hemos enfatizado por mucho tiempo que el derecho respalda cualquier petición por injusta, irracional, vengativa o desproporcionada que parezca, sólo hay que contar con los medios necesarios. Así que las personas dejan en manos de la justicia divina la verdadera actualización de sus anhelos.
Pero no son cuestiones que queramos escuchar los operadores jurídicos, porque eso supone un trabajo descomunal que no estamos dispuestos a asumir, porque eso supone realmente escuchar y no fingir que nos interesan las personas.
Fueron tantos años de malas enseñanzas que el profesional del derecho aprendió a simular interés, empatía y ahora incluso hasta cercanía, por eso, por más esfuerzos que hagan siempre seguirán siendo unos extraños de saco y corbata, con zapatillas y traje sastre; un mal necesario.
No dio resultado el discurso de los derechos humanos, y ahora tampoco la humanización del jurista, algo muy malo hay en sus entrañas que sólo puede ser superado con filosofía, una adecuada, que les haga abrazar la causa de la justicia, que les enseñe a ser críticos y sobre todo a amar a sus semejantes.
José Ramón Narváez
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